La Pardilla es un barrio entre paréntesis, un cruce de caminos, una incógnita en el mapa, y dos kilómetros de dudas. Es un espacio sin orden, tres horas que dormitan, un barreño vacío de fresca lógica, y un desierto de incongruencia infinita. Cumple de fallo hexadecimal, de ‘buffer overflow’, de ‘deadlock’, y de ‘error 404’. Son tres y cuatro calles asfaltadas, decenas de acequias petardistas, e incontables cercados de eléctrico “pajullo”.
Su paleta de estridentes amarillos golpea con las plantaciones de neveras jubiladas y de carrocería moribunda del barranco vecino. Malpaíses formados por electrodomésticos abandonados y columnas jónicas de tina y chapa. Allí aparcó un tractor, echó raíces, y creció. Su fauna brilla por su abundancia y su equilibrio: cuando no te ataca una rata, lo hace una falange de grillos.
El único paraje del planeta que hace esquina; te sirven tiburón si pides pizza. Un enorme y singular salón donde los “pardillos” hacemos vida. Conocido por los eternos duelos de cortaúñas, y la caza nobiliaria con porexpán. Las mesitas de noche vuelan sobre nuestras cabezas a su libre albedrío tras el agigantado y estruendoso crujido de los voladores hormonados e ilegales que vende todo comercio de verduras sazonadas con mixto.
Sus parques y plazas son como un domingo que no se acaba, asfixiados en un pozo de pipas saladas. Son presos de un profundo tedio; y mártires por su condición de zona infantil de recreo en una manzana ocupada por anacoretas y viejos. Rodeados por una tenue atmósfera gris que por temporadas te acoge, y por otras te encoge. Íntimos, mudos, llorones, resignados. Afligidos pero anestesiados. Baúles amnésicos de recuerdos. Ambiguos, difuminados, y tantas veces abstractos; forman un cuadro familiar y lejano.
Arrabal que en su marcada idiosincrasia le medraron alas y nadó; sembró sus extremidades y voló; le crecieron aletas y… floreció.
Su paleta de estridentes amarillos golpea con las plantaciones de neveras jubiladas y de carrocería moribunda del barranco vecino. Malpaíses formados por electrodomésticos abandonados y columnas jónicas de tina y chapa. Allí aparcó un tractor, echó raíces, y creció. Su fauna brilla por su abundancia y su equilibrio: cuando no te ataca una rata, lo hace una falange de grillos.
El único paraje del planeta que hace esquina; te sirven tiburón si pides pizza. Un enorme y singular salón donde los “pardillos” hacemos vida. Conocido por los eternos duelos de cortaúñas, y la caza nobiliaria con porexpán. Las mesitas de noche vuelan sobre nuestras cabezas a su libre albedrío tras el agigantado y estruendoso crujido de los voladores hormonados e ilegales que vende todo comercio de verduras sazonadas con mixto.
Sus parques y plazas son como un domingo que no se acaba, asfixiados en un pozo de pipas saladas. Son presos de un profundo tedio; y mártires por su condición de zona infantil de recreo en una manzana ocupada por anacoretas y viejos. Rodeados por una tenue atmósfera gris que por temporadas te acoge, y por otras te encoge. Íntimos, mudos, llorones, resignados. Afligidos pero anestesiados. Baúles amnésicos de recuerdos. Ambiguos, difuminados, y tantas veces abstractos; forman un cuadro familiar y lejano.
Arrabal que en su marcada idiosincrasia le medraron alas y nadó; sembró sus extremidades y voló; le crecieron aletas y… floreció.
Mantequilla